Documento 184 - Ante el tribunal del Sanedrín

   
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El libro de Urantia

Documento 184

Ante el tribunal del Sanedrín

184:0.1 (1978.1) CIERTOS representantes de Anás habían dado instrucciones secretas al capitán de los soldados romanos de llevar a Jesús directamente al palacio de Anás en cuanto fuera detenido. El antiguo sumo sacerdote deseaba mantener su prestigio como principal autoridad eclesiástica de los judíos. Pero Anás tenía otro motivo para retener a Jesús en su casa durante varias horas: dar tiempo a reunir legalmente el tribunal del Sanedrín. No era legal convocar el tribunal del Sanedrín antes de la hora del sacrificio matutino en el templo, y este sacrificio se ofrecía hacia las tres de la mañana.

184:0.2 (1978.2) Anás sabía que un tribunal del Sanedrín estaba esperando en el palacio de su yerno Caifás. Hacia la medianoche se habían reunido en casa del sumo sacerdote unos treinta miembros del Sanedrín para juzgar a Jesús en cuanto fuera conducido ante ellos. Solo se había convocado a los que se oponían abierta y decididamente a Jesús y sus enseñanzas, puesto que bastaba con veintitrés para constituir un tribunal procesal.

184:0.3 (1978.3) Jesús estuvo unas tres horas en el palacio de Anás situado en el monte Olivete, no lejos del huerto de Getsemaní donde había sido arrestado. Juan Zebedeo tenía libertad de movimientos en el palacio de Anás por la palabra del capitán romano y también porque él y su hermano Santiago eran muy conocidos por los criados más antiguos. El antiguo sumo sacerdote era pariente lejano de su madre Salomé y habían sido invitados muchas veces al palacio.

1. El interrogatorio de Anás

184:1.1 (1978.4) Enriquecido por los ingresos del templo, suegro del sumo sacerdote en funciones y bien relacionado con las autoridades romanas, Anás era sin duda la persona más poderosa de la sociedad judía. Era un político y conspirador untuoso y diplomático. Deseaba llevar la iniciativa del proceso de deshacerse de Jesús porque temía dejar un asunto tan importante en las bruscas y agresivas manos de su yerno. Anás quería asegurarse de que el juicio del Maestro estuviera controlado por los saduceos pues temía a la posible simpatía por Jesús de algunos fariseos, dado que prácticamente todos los miembros del Sanedrín que habían abrazado la causa de Jesús eran fariseos.

184:1.2 (1978.5) Anás llevaba varios años sin ver a Jesús, concretamente desde el día en que el Maestro llamó a su casa y se marchó inmediatamente en vista de la frialdad y la reserva con que fue recibido. Anás había pensado aprovecharse de su relación anterior con Jesús para intentar convencerlo de abandonar sus pretensiones y no volver a Palestina. Le disgustaba participar en el asesinato de una buena persona y pensó que Jesús preferiría quizás irse a otro país para salvar su vida. Pero en cuanto tuvo ante él al fornido y resuelto galileo comprendió que sería inútil hacerle una proposición de ese tipo. Jesús era aún más sereno y majestuoso de lo que Anás recordaba.

184:1.3 (1979.1) Cuando Jesús era joven Anás se había interesado mucho por él, pero ahora sus ingresos se veían amenazados por la reciente expulsión del templo de cambistas y comerciantes. Esta actuación de Jesús había despertado la enemistad del antiguo sumo sacerdote mucho más que sus enseñanzas.

184:1.4 (1979.2) Anás entró en su amplia sala de audiencias, se sentó en una gran silla y ordenó que le trajeran a Jesús. Después de observar al Maestro unos momentos dijo: «Comprenderás que hay que hacer algo con tu enseñanza, puesto que estás alterando la paz y el orden de nuestro país». Anás miraba inquisitivamente a Jesús, pero el Maestro se limitó a mirarlo directamente a los ojos sin responder. Anás preguntó: «¿Cómo se llaman tus discípulos, aparte del agitador Simón Zelotes?». Jesús lo siguió mirando en silencio.

184:1.5 (1979.3) La negativa de Jesús a responder molestó tanto a Anás que le dijo: «¿Te da igual tenerme a tu favor o en tu contra? ¿No te das cuenta del poder que tengo sobre el resultado del juicio que te espera?». Jesús respondió al oír esto: «Anás, sabes que no tendrías ningún poder sobre mí si mi Padre no lo permitiera. Algunos quieren acabar con el Hijo del Hombre porque son ignorantes y no saben otra cosa, pero tú, amigo, que sabes lo que haces, ¿cómo puedes rechazar la luz de Dios?».

184:1.6 (1979.4) El tono amable de Jesús desconcertó bastante a Anás, pero ya había decidido que Jesús debía irse de Palestina o morir, así que se armó de valor y preguntó: «¿Qué es lo que intentas enseñar a la gente? ¿Qué pretendes ser?». Jesús contestó: «Sabes muy bien que he hablado al mundo abiertamente. He enseñado en las sinagogas y muchas veces en el templo, donde todos los judíos y muchos gentiles me han escuchado. No he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? ¿Por qué no llamas a los que me han oído y les preguntas? Todo Jerusalén ha oído lo que he dicho, aunque tú mismo no hayas escuchado estas enseñanzas». Pero antes de que Anás pudiera responder el administrador principal del palacio, que estaba cerca de Jesús, le dio una bofetada diciendo: «¿Así respondes al sumo sacerdote?». Anás no reprendió a su administrador, pero Jesús se volvió hacia él y le dijo: «Amigo, si he hablado mal, da testimonio de lo que hablé mal, pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?».

184:1.7 (1979.5) Aunque Anás lamentaba que su administrador hubiera golpeado a Jesús, era demasiado orgulloso para intervenir. Salió de la sala muy confuso y dejó solo a Jesús durante casi una hora con los criados de su casa y los guardias del templo.

184:1.8 (1979.6) Cuando volvió se puso al lado del Maestro y le dijo: «¿Pretendes ser el Mesías, el libertador de Israel?». Jesús contestó: «Anás, me conoces desde que era joven. Sabes que no pretendo ser nada más que lo que mi Padre me ha encargado, y que he sido enviado a todos los hombres, tanto gentiles como judíos». Entonces Anás dijo: «Me han dicho que afirmas ser el Mesías, ¿es verdad?». Jesús miró a Anás y dijo simplemente: «Tú lo has dicho».

184:1.9 (1980.1) Por entonces llegaron mensajeros del palacio de Caifás preguntando a qué hora harían comparecer a Jesús ante el tribunal del Sanedrín, y como estaba a punto de amanecer, Anás pensó que sería mejor enviar a Jesús a Caifás atado y custodiado por los guardias del templo. Él mismo los siguió poco después.

2. Pedro en el patio

184:2.1 (1980.2) Cuando el grupo de guardias y soldados se acercaba a la entrada del palacio de Anás, Juan Zebedeo iba al lado del capitán de los soldados romanos, Judas se había quedado rezagado a cierta distancia y Simón Pedro los seguía de lejos. Juan entró en el patio del palacio con Jesús y los guardias. Judas se acercó a la verja, pero al ver a Jesús y a Juan, siguió hacia la casa de Caifás donde sabía que se celebraría más tarde el verdadero juicio del Maestro. Poco después llegó a la verja Simón Pedro y Juan lo vio cuando estaban a punto de meter a Jesús en el palacio. Como la portera de la cancela conocía a Juan no tuvo inconveniente en dejar entrar a Pedro cuando Juan se lo pidió.

184:2.2 (1980.3) Pedro entró en el patio y se arrimó al calor de las brasas porque la noche era fría. Se sentía fuera de lugar entre los enemigos de Jesús, y realmente lo estaba. El Maestro no le había pedido que se quedara cerca de él como se lo había pedido a Juan. El lugar de Pedro estaba con los demás apóstoles, que habían sido expresamente advertidos de no arriesgar sus vidas durante el juicio y la crucifixión de su Maestro.

184:2.3 (1980.4) Pedro se había deshecho de su espada poco antes de acercarse a la cancela del palacio, de modo que entró desarmado en el patio de Anás. Su mente era un torbellino de confusión; apenas podía darse cuenta de que Jesús había sido apresado. Era incapaz de captar la realidad de la situación: que se encontraba en el patio de Anás calentándose junto a los criados del sumo sacerdote. Se preguntaba qué estarían haciendo los demás apóstoles. En cuanto a Juan, llegó a la conclusión de que estaba en el palacio porque los criados lo conocían, dado que había pedido a la guardiana que lo admitiera a él.

184:2.4 (1980.5) Poco después de dejar pasar a Pedro, la portera se acercó a la lumbre donde él se estaba calentando y le dijo maliciosamente: «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?». A Pedro no le debería haber extrañado ser reconocido puesto que Juan había pedido a la muchacha que le abriera las cancelas del palacio, pero estaba en tal estado de tensión nerviosa que la idea de ser identificado como discípulo le rompió el equilibrio. Movido por una única prioridad —escapar con vida— replicó en el acto a la criada: «No lo soy».

184:2.5 (1980.6) Al poco se acercó a Pedro otro criado y le preguntó: «¿No te vi en el huerto con él? ¿No eres tú también uno de sus seguidores?». Pedro estaba ya francamente alarmado; no veía la manera de escapar sano y salvo de estas acusaciones, así que negó categóricamente cualquier relación con Jesús: «No conozco a ese hombre, ni soy uno de sus seguidores».

184:2.6 (1980.7) Entonces la portera llevó a Pedro aparte y le dijo: «Estoy segura de que eres discípulo de ese Jesús, no solo porque uno de sus seguidores me ha pedido que te dejara entrar en el patio, sino porque mi hermana que está aquí te ha visto en el templo con ese hombre. ¿Por qué lo niegas?». Ante esta acusación de la criada, Pedro se puso a jurar y maldecir diciendo una vez más: «Yo no conozco a ese hombre y no he oído nunca hablar de él».

184:2.7 (1981.1) Pedro se apartó del fuego y paseó un rato por el patio. Hubiera querido escaparse, pero temía llamar la atención. Como tenía frío volvió a arrimarse a la lumbre, y uno de los hombres que tenía cerca le dijo: «Seguro que eres uno de ellos. Ese Jesús es galileo, y tu manera de hablar te delata porque tú también hablas como un galileo». Pedro volvió a negar cualquier relación con su Maestro.

184:2.8 (1981.2) Pedro estaba tan alterado que se alejó de la lumbre para evitar más acusaciones y se quedó solo en el porche. Así estuvo durante más de una hora hasta que la portera y su hermana se encontraron con él por casualidad y las dos volvieron a acusarlo burlonamente de seguidor de Jesús. Él negó la acusación, y justo cuando acababa de negar una vez más toda relación con Jesús, cantó el gallo. Pedro recordó la advertencia que le había hecho su Maestro esa misma noche, y cuando estaba allí, lleno de tristeza y hundido bajo el peso de la culpa, se abrieron las puertas del palacio y salieron los guardias que llevaban a Jesús a casa de Caifás. Al pasar por delante de Pedro, el Maestro vio a la luz de las antorchas la cara de desesperación de quien había sido tan valiente de palabra y tan seguro de sí mismo. Jesús se volvió y miró a su apóstol, y esa mirada quedó grabada para siempre en el corazón de Pedro. Había en esa mirada una mezcla de amor y compasión que ningún hombre mortal había visto en el rostro del Maestro.

184:2.9 (1981.3) Cuando Jesús y los guardias cruzaron la verja del palacio Pedro salió detrás, pero solo anduvo un corto trecho. No pudo seguir. Se sentó al borde del camino y se echó a llorar amargamente. Y habiendo derramado esas lágrimas de intenso dolor volvió sobre sus pasos hacia el campamento con la esperanza de encontrar a su hermano Andrés. En el campamento solo estaba David Zebedeo que envió a un mensajero para mostrarle dónde se había escondido su hermano en Jerusalén.

184:2.10 (1981.4) Todo el episodio de Pedro ocurrió en el patio del palacio de Anás en el monte Olivete. No siguió a Jesús hasta el palacio del sumo sacerdote Caifás. Que Pedro cayera en la cuenta al cantar un gallo de que había negado repetidas veces a su Maestro indica que todo esto sucedió fuera de Jerusalén, puesto que la ley prohibía tener aves de corral dentro del recinto de la ciudad.

184:2.11 (1981.5) Hasta que el canto del gallo le devolvió la cordura, Pedro se felicitaba por su habilidad para eludir las acusaciones de los criados y frustrar sus intentos de identificarlo con Jesús. Mientras iba y venía por el porche para entrar en calor solo consideraba que aquellos criados no tenían ningún derecho legal ni moral a interrogarlo y se daba por satisfecho de haber evitado ser identificado y posiblemente arrestado y encarcelado. Hasta que cantó el gallo no se le ocurrió que había negado a su Maestro. No cayó en la cuenta de que no había estado a la altura de sus privilegios como embajador del reino hasta que Jesús lo miró.

184:2.12 (1981.6) Cuando hubo dado el primer paso en el camino de la facilidad y las concesiones Pedro no vio más salida que seguir por esa misma línea. Solo los caracteres grandes y nobles son capaces de rectificar después de empezar mal. Nuestra mente tiene demasiada tendencia a buscar justificaciones para seguir por el camino del error una vez que ha entrado en él.

184:2.13 (1982.1) Pedro no creyó del todo que podía ser perdonado hasta que se encontró con su Maestro después de la resurrección y se sintió acogido igual que antes de la trágica noche de las negaciones.

3. Ante el tribunal procesal del Sanedrín

184:3.1 (1982.2) Ese viernes hacia las tres y media de la madrugada Caifás, el jefe de los sacerdotes, abrió la sesión del tribunal de investigación compuesto por miembros del Sanedrín y ordenó que se hiciera comparecer a Jesús para ser juzgado formalmente. El Sanedrín había decretado ya en tres ocasiones anteriores la muerte de Jesús por una amplia mayoría de votos. Había decidido que merecía morir bajo acusaciones no formales de vulnerar la ley, blasfemar y despreciar las tradiciones de los padres de Israel.

184:3.2 (1982.3) No fue una reunión regular del Sanedrín ni se celebró en el lugar habitual, la cámara de piedras labradas del templo. Fue un tribunal especial de procesamiento compuesto por unos treinta miembros del Sanedrín que habían sido convocados al palacio del sumo sacerdote. Juan Zebedeo estuvo presente con Jesús durante todo este simulacro de juicio.

184:3.3 (1982.4) ¡Aquel conjunto de altos sacerdotes, escribas, saduceos y algunos fariseos no podía ocultar su satisfacción por el hecho de tener a su merced a ese Jesús que había comprometido su posición y desafiado su autoridad! Estaban decididos a no dejarlo escapar con vida.

184:3.4 (1982.5) Cuando los judíos juzgaban a un hombre por delito capital solían proceder con mucha cautela y adoptaban todo tipo de garantías de equidad en la selección de los testigos y en todo el procedimiento del juicio. Pero en esta ocasión Caifás hizo más de fiscal que de juez imparcial.

184:3.5 (1982.6) Jesús compareció ante este tribunal vestido como siempre y con las manos atadas a la espalda. Su aspecto majestuoso dejó impresionado y algo confuso al tribunal. No habían visto nunca un preso como él ni habían observado tal aplomo en un hombre que podía ser condenado a muerte.

184:3.6 (1982.7) La ley judía exigía el acuerdo de al menos dos testigos sobre cualquier cuestión para poder acusar al prisionero. Judas no podía servir de testigo contra Jesús porque la ley judía prohibía expresamente el testimonio de un traidor. Se habían preparado más de veinte falsos testigos para testificar contra Jesús, pero su testimonio fue tan contradictorio y era tan evidente su falsedad que dejó avergonzados incluso a los propios miembros del Sanedrín. Mientras tanto Jesús, de pie ante ellos, miraba benignamente a los perjuros, y la expresión de su rostro era suficiente para enredarlos en sus propias mentiras. El Maestro no pronunció palabra ante los falsos testigos; no respondió a ninguna de sus muchas acusaciones.

184:3.7 (1982.8) La primera vez que dos de los testigos parecieron coincidir en algo fue cuando dos hombres declararon que habían oído decir a Jesús en uno de sus discursos en el templo que «destruiría este templo hecho por manos y en tres días edificaría otro hecho sin manos». Eso no era exactamente lo que Jesús había dicho, aparte del hecho de que había señalado su propio cuerpo cuando hizo aquel comentario.

184:3.8 (1982.9) Aunque el sumo sacerdote le gritó: «¿No respondes a ninguna de estas acusaciones?», Jesús no abrió la boca. Permaneció allí de pie en silencio mientras declaraban todos aquellos falsos testigos. Los perjuros mostraban tanto odio y fanatismo, y exageraban con tanto descaro que sus testimonios iban cayendo por su propio peso. El silencio sereno y majestuoso del Maestro era la mejor refutación de sus falsas acusaciones.

184:3.9 (1983.1) Poco después de que empezaran a declarar los falsos testigos llegó Anás y se sentó al lado de Caifás. Anás se levantó en ese momento para sostener que la amenaza de Jesús de destruir el templo era suficiente para justificar tres acusaciones contra él:

184:3.10 (1983.2) 1. Que era un peligroso embaucador del pueblo. Que les enseñaba cosas imposibles y que además los engañaba.

184:3.11 (1983.3) 2. Que era un fanático revolucionario dispuesto a emplear la violencia contra el templo sagrado, ¿pues cómo podría destruirlo si no?

184:3.12 (1983.4) 3. Que enseñaba magia, puesto que prometía construir un nuevo templo sin utilizar manos humanas.

184:3.13 (1983.5) El Sanedrín en pleno declaró a Jesús culpable de transgresiones que la ley judía castigaba con la muerte. Luego se dedicó a elaborar acusaciones relacionadas con su conducta y sus enseñanzas que justificaran ante Pilatos la sentencia de muerte a su prisionero. Sabían que necesitaban el consentimiento del gobernador romano para poder ejecutar legalmente a Jesús. Anás se inclinaba por acusar a Jesús de ser demasiado peligroso para permitir que siguiera enseñando al pueblo.

184:3.14 (1983.6) Pero Caifás no podía soportar seguir viendo al Maestro de pie ante ellos, perfectamente sereno y sin decir palabra. Pensó que había una forma de inducir a hablar al prisionero, de modo que se abalanzó hacia Jesús y agitando un dedo acusador ante el rostro del Maestro, le dijo: «Te conjuro por el Dios viviente que nos digas si eres el Libertador, el Hijo de Dios». Jesús respondió a Caifás: «Sí, lo soy. Pronto iré al Padre, y dentro de poco el Hijo del Hombre será revestido de poder y volverá a reinar sobre las huestes del cielo».

184:3.15 (1983.7) El sumo sacerdote montó en cólera ante estas palabras de Jesús y exclamó rasgándose las vestiduras: «¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Ya habéis oído todos la blasfemia de este hombre. ¿Qué os parece que debe hacerse con este blasfemo transgresor de la ley?». Y todos respondieron: «Es reo de muerte; que sea crucificado».

184:3.16 (1983.8) Jesús no mostró el más mínimo interés por ninguna de las preguntas que le hicieron tanto ante Anás como ante los miembros del Sanedrín, salvo la única pregunta relativa a su misión de otorgamiento. Cuando le preguntaron si era el Hijo de Dios, afirmó categórica e inmediatamente que lo era.

184:3.17 (1983.9) Anás hubiera querido seguir con el juicio y formular acusaciones indiscutibles sobre la relación de Jesús con la ley y las instituciones romanas para poder presentárselas luego a Pilatos. En cambio los consejeros estaban deseando terminar cuanto antes con el asunto, no solo porque el día de la preparación de la Pascua no se debía hacer ninguna actividad secular después del mediodía, sino porque temían además que Pilatos se marchara en cualquier momento a Cesarea, la capital romana de Judea, puesto que solo había ido a Jerusalén para la celebración de la Pascua.

184:3.18 (1983.10) Pero Anás no pudo conservar el control del tribunal. Tras la inesperada respuesta de Jesús a Caifás, el sumo sacerdote fue hacia él y lo abofeteó. Anás se quedó realmente horrorizado cuando los demás miembros del tribunal escupieron a Jesús en la cara al salir de la sala y muchos lo abofetearon burlonamente con la palma de la mano. Y así, en desorden y confusión sin precedentes, terminó a las cuatro y media de la mañana esta primera sesión del juicio de Jesús por el Sanedrín.

184:3.19 (1984.1) Treinta falsos jueces prejuiciados, cegados por la tradición y confabulados con falsos testigos se atreven a sentarse a juzgar al Creador justo de un universo. A estos acusadores encarnizados les exaspera el silencio majestuoso y el porte regio de este hombre-Dios. Su silencio es terrible de soportar, su palabra, un audaz desafío. Permanece impasible ante las amenazas e impertérrito ante los ataques. Los hombres se sientan a juzgar a Dios, pero Dios los ama a pesar de todo y los salvaría si pudiera.

4. La hora de la humillación

184:4.1 (1984.2) La ley judía exigía dos sesiones del tribunal para sentenciar a muerte. La segunda sesión debía celebrarse al día siguiente, y los miembros del tribunal debían pasar el intervalo entre ambas en duelo y ayuno. Pero aquellos hombres no pudieron esperar al día siguiente para confirmar su decisión de condenar a muerte a Jesús. Esperaron solo una hora. Entretanto dejaron a Jesús en la sala de audiencias bajo la custodia de los guardias del templo, que junto con los criados del sumo sacerdote se divirtieron acumulando todo tipo de indignidades sobre el Hijo del Hombre. Se burlaron de él, lo escupieron y lo abofetearon cruelmente. Lo golpeaban en la cara con una vara y luego decían: «Profetízanos, Libertador, ¿quién te ha golpeado?». Y así pasaron una hora entera ultrajando y maltratando a este hombre de Galilea que no oponía resistencia.

184:4.2 (1984.3) Durante esta trágica hora de sufrimientos y simulacros de juicio a manos de guardias y criados ignorantes e insensibles, Juan Zebedeo estuvo esperando solo y aterrorizado en una habitación contigua. En cuanto empezaron los abusos Jesús le ordenó con un gesto de la cabeza que se retirara. El Maestro sabía muy bien que si permitía a su apóstol quedarse a presenciar esas infamias, la reacción indignada de Juan podría costarle la vida.

184:4.3 (1984.4) Jesús no dijo una sola palabra durante esa espantosa hora. Para esta alma humana sensible y bondadosa unida en relación de personalidad con el Dios de todo este universo, el trago más amargo del cáliz de su humillación fue la hora horrible que pasó a merced de guardias y criados ignorantes y crueles incitados a abusar de él por el ejemplo de los miembros de aquel presunto tribunal del Sanedrín.

184:4.4 (1984.5) El corazón humano es incapaz de concebir el estremecimiento de indignación que recorrió un inmenso universo cuando las inteligencias celestiales presenciaron el espectáculo de su amado Soberano sometiéndose a la voluntad de sus criaturas erradas e ignorantes en la desventurada esfera de Urantia ensombrecida por el pecado.

184:4.5 (1984.6) ¿Cuál es el rasgo animal del hombre que lo impulsa a insultar y agredir físicamente aquello que no puede lograr espiritualmente o alcanzar intelectualmente? En el hombre semicivilizado sigue acechando una malvada brutalidad que busca desahogarse contra los que son superiores en sabiduría y logro espiritual. Observad la ferocidad malvada y brutal de unos hombres supuestamente civilizados que obtienen cierta forma de placer animal atacando físicamente al Hijo del Hombre que no opone resistencia. Jesús no se defiende de los insultos, las burlas y los golpes que llueven sobre él, pero no está indefenso. Jesús no está vencido, se limita a no luchar en el sentido material.

184:4.6 (1985.1) Estos son los momentos de las mayores victorias del Maestro en toda su larga y notable carrera como hacedor, sostenedor y salvador de un vasto y extenso universo. Después de haber vivido hasta su plenitud una vida de revelación de Dios al hombre, Jesús hace ahora una revelación nueva y sin precedentes del hombre a Dios. Jesús está revelando a los mundos el triunfo definitivo sobre todos los miedos al aislamiento de la personalidad que sienten las criaturas. El Hijo del Hombre ha hecho por fin realidad su identidad como Hijo de Dios. Jesús no duda en afirmar que él y el Padre son uno, y basándose en el hecho y la verdad de esta experiencia suprema y superna exhorta a todo creyente del reino a hacerse uno con él, así como él y su Padre son uno. La experiencia viva de la religión de Jesús se convierte así en el método cierto y seguro que permite a los mortales de la tierra espiritualmente aislados y cósmicamente solitarios escapar del aislamiento de la personalidad con todos los miedos y sentimientos de desamparo que conlleva. Los hijos de Dios por la fe encuentran la liberación definitiva, tanto personal como planetaria, del aislamiento del yo en las realidades fraternales del reino de los cielos. El creyente que conoce a Dios experimenta de forma creciente el éxtasis y la grandeza de la socialización espiritual a escala del universo, la ciudadanía en lo alto asociada con la realización eterna del destino divino de logro de la perfección.

5. La segunda reunión del tribunal

184:5.1 (1985.2) Cuando el tribunal se volvió a reunir a las cinco y media de la mañana llevaron a Jesús a la habitación contigua donde estaba esperando Juan. Allí estuvo vigilado por el soldado romano y los guardias del templo mientras el tribunal empezaba a formular las acusaciones que se iban a presentar a Pilatos. Anás hizo ver a sus compañeros que la acusación de blasfemia no tendría ningún peso ante Pilatos. Judas estuvo presente en esta segunda reunión del tribunal, pero no hizo ninguna declaración.

184:5.2 (1985.3) Esta sesión del tribunal duró solo media hora, y cuando levantaron la sesión para ir a presentarse ante Pilatos habían redactado la acusación contra Jesús como reo de muerte por tres razones:

184:5.3 (1985.4) 1. Que pervertía a la nación judía, engañaba al pueblo e incitaba a la rebelión.

184:5.4 (1985.5) 2. Que enseñaba al pueblo a negarse a pagar tributo al césar.

184:5.5 (1985.6) 3. Que pretendía ser rey y fundador de un nuevo tipo de reino e incitaba así a la traición contra el emperador.

184:5.6 (1985.7) Todo el procedimiento fue irregular y perfectamente contrario a las leyes judías. No había habido dos testigos que coincidieran en ninguna cuestión salvo los que habían testificado sobre la declaración de Jesús de destruir el templo y levantarlo de nuevo en tres días. E incluso en este punto ningún testigo habló en nombre de la defensa, ni tampoco se pidió a Jesús que explicara lo que había querido decir.

184:5.7 (1985.8) La única acusación que se podría haber sostenido de forma coherente ante el tribunal era la de blasfemia, basada enteramente en el testimonio del propio acusado. Pero ni siquiera en este asunto se hizo una votación formal para sentenciar a muerte a Jesús.

184:5.8 (1985.9) Y ahora, para presentarse ante Pilatos, se atrevían a formular en ausencia del acusado tres acusaciones sobre las cuales no había declarado ningún testigo. Esta forma de proceder hizo que tres de los fariseos se retiraran; deseaban la muerte de Jesús, pero no querían formular cargos contra él sin testigos y en su ausencia.

184:5.9 (1986.1) Jesús no volvió a comparecer ante el tribunal del Sanedrín. No querían volver a contemplar su rostro mientras juzgaban su vida inocente. Jesús no supo (como hombre) de qué era acusado oficialmente hasta que lo oyó de labios del propio Pilatos.

184:5.10 (1986.2) Mientras Jesús estaba en la habitación con Juan y los guardias durante la segunda sesión del tribunal, algunas mujeres del palacio del sumo sacerdote se acercaron con sus amigas a ver al extraño prisionero, y una de ellas le preguntó: «¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios?». Jesús le contestó: «Si te lo digo no me creerás, y si te lo pregunto no responderás».

184:5.11 (1986.3) A las seis de la mañana Jesús fue conducido ante Pilatos desde la casa de Caifás para que el gobernador romano confirmara la sentencia de muerte que el tribunal del Sanedrín había decretado de manera tan injusta e irregular.

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